Del fulgor a la revolución como rutina
La relación entre el Estado cubano y los intelectuales estuvo siempre marcada por la tensión entre la promoción cultural y su encorsetamiento. Apoyos, exilios y la última etapa del realismo urbano.
Hernán Brienza
La relación entre el Estado cubano y los intelectuales estuvo siempre marcada por la tensión entre la promoción cultural y su encorsetamiento. Apoyos, exilios y la última etapa del realismo urbano.
Hernán Brienza
Del encantamiento a la melancolía. Ése fue, previo paso por la decepción, el camino recorrido por la literatura cubana en este último medio siglo que acaba de concluir.
Atrás quedaron los días de la primavera sesentista, cuando los principales escritores e intelectuales del mundo se referenciaban en la Revolución Cubana. Tampoco se vive el acalorado debate entre los “literatos del régimen” y los exiliados. Hoy, la situación se caracteriza por un oxímoron: una quietud movilizada por ese limbo en el que la isla espera por la transición política.
Luego de la triunfal entrada de Fidel y Camilo Cienfuegos en La Habana, en los primeros días de 1959 –esa foto es, acaso, el ícono feliz de las guerrillas sudamericanas–, los escritores latinoamericanos que pujaban por el nacimiento del boom encontraron en la isla la plataforma ideal para construir un edificio cultural que se derrumbaría en la década siguiente. Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez solían pasearse por el Malecón de La Habana y participaban de cuanto acontecimiento cultural se realizara en la isla.
En esos tiempos de encantamiento, el culto al poeta y mártir de la independencia José Martí encuadraba la producción literaria de Nicolás Guillén, que en 1958 había publicado La paloma de vuelo popular; de Alejo Carpentier, padre del realismo mágico con En el reino de este mundo y subdirector de Cultura del gobierno revolucionario; del poeta Eliseo Diego; y de José Lezama Lima, el autor de Paradiso y centro del grupo Orígenes. Y desde París, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir se encargaban de los apoyos de los intelectuales de la izquierda europea a la revolución naciente.
Por esos años, la narrativa y la poética isleña no sólo estaban en función de la Revolución, sino que la celebraban.
Pero en 1961, frente al endurecimiento del gobierno de los Estados Unidos contra Cuba, Fidel lanzó un mensaje con el que intentó disciplinar a los escritores de la isla. En su “Mensaje a los Intelectuales” hizo la célebre advertencia: “Dentro de la Revolución, todo está permitido, contra la Revolución, ningún derecho”. La frase fue un guantazo en el rostro de la intelectualidad progresista. Y Raúl Castro fue más allá: “Deben sumarse a la milicia cultural o al realismo social, si no, la humillación y el silencio caerán sobre ellos”.
EL CASO PADILLA. A mediados de la década del sesenta, con el acercamiento definitivo de la Revolución a la Unión Soviética, se inició el proceso que los opositores denominan “estalinización” del régimen. En 1968, las condiciones se endurecieron. El poeta Herberto Padilla ganó el premio de Poesía de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por el libro Fuera de juego, que fue considerado contrarrevolucionario.
Tres años después la relación entre gobierno e intelectualidad se resquebrajó definitivamente a partir de las acusaciones que hizo el buró político de espionaje para la CIA contra algunos escritores, entre ellos Padilla, quien fue detenido junto con su mujer, la poeta Belkis Cuza Malé. Sartre, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, entre otros, protestaron contra la represión y la censura.
La intelectualidad progre de Occidente tenía un problema. Cansada de “tragarse sapos” –como ellos decían–, comenzaron a retirarle el apoyo al gobierno de Castro. El poeta comunista español Blas de Otero salió en defensa de Padilla. Lo mismo hizo Lezama Lima y Sartre escribió: “Una sociedad sin judíos como la de Cuba acabará por inventarlos”. Y quien hizo las veces de marrano inicial fue el propio Padilla.
Primero escribió una carta de retractación y un pedido de disculpas y luego realizó una autocrítica pública el 17 de abril de 1971. En el salón de la UNEAC –Guillén, su presidente, se enfermó y no asistió al acto–, un Padilla impotente, pusilánime, leyó su retractación y luego señaló uno a uno a los supuestos enemigos de la Revolución que estaban presentes en esa apostasía. El grotesco juicio inquisitorio no hizo otra cosa que crispar aún más la situación. La cultura cubana se iba a dividir entre escritores oficiales y disidentes, muchos de los cuales optaron por el exilio, como Guillermo Cabrera Infante, quien se convirtió en el mejor escritor del anticastrismo (Tres tristes tigres, La Habana para un infante difunto), y, posteriormente, la muy vendedora Zoé Valdés (Café Nostalgia).
El otro caso paradigmático fue el del poeta Reinaldo Arenas, perseguido por disidente y homosexual, crimen imperdonable para la Revolución. Amigo de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, fue tachado de contrarrevolucionario por el El mundo alucinante y su obra Otra vez el mar fue destruida varias veces, por lo que tuvo que rehacerla otras tantas. Encarcelado y torturado en la prisión de El Morro entre 1974 y 1976, logró emigrar de la isla durante el éxodo de los “marielitos”, cuando en 1980 se exiliaron cerca de 125 mil cubanos.
PERESTROIKA Y DESPUÉS. Al mismo tiempo en que le ajustaba los grilletes al mundo de las ideas, Fidel declaraba que “la cultura es escudo y espada de la nación cubana”. Y en el corazón de esa estrategia bélica se ubicó la Casa de las Américas, fundada por Haydée Santamaría y actualmente conducida por el poeta Roberto Fernández Retamar, cuya función fue, en el área literaria, organizar encuentros de escritores, llamados a la solidaridad, concursos literarios, publicaciones populares. El Estado, además, se convirtió en el principal mecenas de las artes en la isla.
El otro apoyo a la nueva cultura de la Revolución fue la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, liderados en los primeros años por Nicolás Guillén y quienes llevaron adelante el debate contra el corset del realismo socialista que querían imponer los sectores burocráticos más cercanos a la alianza con la Unión Soviética.
Tras el discurso de 1961, Castro dio rienda libre en la isla a un sistema editorial que promovió la publicación de libros y la lectura masiva; a un complejo de institutos de enseñanza artística de altísimo rigor, y de casas de la cultura que se extendían territorialmente a lo largo del país. Los resultados de esa política cultural quedan plasmados en las estadísticas oficiales. Por ejemplo, en 2003, se publicaron cerca de 900 títulos originales de libros por un total de 6.700.000 ejemplares.
A eso hay que sumarle la célebre Feria Internacional del Libro de La Habana, que, si bien siempre estuvo al servicio de la Revolución, también fue un multiplicador literario.
El momento más duro se registró con la caída de la Unión Soviética. La crisis energética, el desabastecimiento y el endurecimiento del bloqueo norteamericano relegaron la promoción cultural a niveles mínimos. La falta de papel restringió la publicación de libros y el cierre de la mayoría de las revistas. Apenas sobrevivieron Unión y Casa de las Américas.
LOS NOVÍSIMOS. Hacia finales de la década del noventa, el panorama literario de la isla se había cristalizado. El influjo del dogma de lo real maravilloso impuesto por Carpentier pasó a ser desoído por las nuevas generaciones que prefirieron refugiarse en un realismo urbano. Miguel Mejides, con Las perversiones en el Prado, y Reynaldo González, con Al cielo sometidos, son exponentes de esta nueva escuela. La suavización del gobierno permitió, también, que se desarrollara una temática tabú: la de la homosexualidad. Carlos Montenegro reeditó Hombres sin mujeres; junto a Jorge Ángel Pérez, con Fumando espero, retomaron la senda de Lezama Lima y Arenas.
En el centro de la foto oficial, continúan los fieles a la máxima de “todo dentro de la Revolución”. Se trata de la generación que hoy tiene alrededor de medio siglo, y está encabezada por Abel Prieto, el actual ministro de Cultura, seguido por Antón Arrufat, Guillermo Vidal, y Arturo Arango, entre otros.
A principios de los noventa, aparecieron los escritores novísimos, que recostados en la tradición realista de la literatura isleña, retomaron temas olvidados como la prostitución, la violencia, la miseria desmedida y la corrupción de gobernantes y dictadores. Ave y nada, de Ernesto Santana, o Tuyo es el reino, de Abilio Estévez. Pero quien llevó la marginalidad al extremo e hizo de ella una estética propia fue el exitoso Pedro Juan Gutiérrez, con su Trilogía sucia de La Habana desde las entrañas de Cuba, y Valdés, desde su exilio parisino. Detrás de ese arquetipo –que tiene algunos rasgos de literatura for export– se ubica Ena Lucía Portela con Cien botellas en una pared.
La última pelea cultural que sacudió a Cuba fue la que se desató en 2003, luego de que el gobierno realizara los juicios sumarísimos con condenas de muerte para tres secuestradores de una embarcación y penas de cárcel contra 75 opositores moderados, entre los que figuraba Raúl Rivero, un destacado disidente que se convirtió en el “poeta maldito” del nuevo siglo. Tras ese nuevo affaire, que a muchos les recordó el Caso Padilla, el premio Nobel José Saramago escribió un manifiesto cuyo título fue “Hasta aquí he llegado”, en el que retiró públicamente su apoyo al gobierno de Fidel.
Hoy el realismo urbano le ha descascarado el maquillaje a la utopía de la Revolución. La melancolía que supone el fin de una era se ha instalado como estética decadentista dentro y fuera de la isla. Cuba ha demostrado en cinco décadas las tensiones entre el Estado y los escritores. Como en muchos países de Latinoamérica, la industria cultural ha sido encorsetada por el poder real. Los escritores e intelectuales exiliados, humillados, asesinados, se convirtieron en estos 50 años en personajes obvios de un continente lacerado. La censura ha sido estatal y paraestatal, como en Colombia. El régimen castrista no ha sido una excepción. Pero hubo algunas diferencias. Como en ningún otro país de América Latina, el gobierno socialista ha promovido la producción cultural y se ha asegurado que sus resultados se extendieran social y geográficamente a todos los habitantes de un país.
Esa tensión, esa contradicción insalvable, es lo que mantiene vivo, aún, el debate intelectual acerca de la influencia de Fidel sobre la literatura de su isla.
Fuente: diario Crítica de la Argentina, 23 de marzo de 2008.
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