Humahuaca, 8 de abril de 2007
Aquí también existe la pobreza. En Humahuaca, como en Tilcara, pero creo que más en la primera, los niños piden dinero a cambio de la recitación de una copla o venden platería y artesanías. La marginalidad es una nota cantante. A diferencia de la primera vez que vine, veo más puestos de venta de ropa y artesanías, tal vez porque sea Semana Santa. De todos modos, encuentro a Humahuaca tan linda y tranquila como aquella vez. No puedo evitar seguir sintiéndome a gusto, cerca de mi búsqueda, próxima a mis encuentros. Desde las escaleras del Monumento a la Independencia escribo estas líneas, frases itinerantes por estos senderos del mundo, donde el silencio y la música queda son los únicos protagonistas evidentes en la escena, junto con quienes viven en estos pagos norteños y quebradeños. Me gusta solamente permanecer aquí, el oído atento a los susurros de deseo y promisión. Muros que esperan y claman por una atención desinteresada pero franca, porque los montes hacen erupción de palabras y quieren plasmarse en espíritus sedientos o corazones exploradores. ¿Qué me trae de nuevo a estas tierras, qué me devuelve a ellas? Necesito, eso es lo único que sé, estar aquí y sólo dejarme encantar y alucinar por las piedras y los ojos ancestrales, abandonarme a siglos de sedimentación histórica pura y demandante. No creo en las casualidades. Llegué aquí movida por la inquietud. Una fuerza apabullante pero enérgica me condujo a la dulzura de tus murmullos, Humahuaca milenaria. Me invitas sólo a quedarme a tu lado, tranquila, y contemplarte sin fatiga, pero llena de ansiedad axial, libre de ataduras tecnológicas. Te exploro en tu sencillez y no puedo dejar de amarte así como eres.
Cuánta gente diferente llega al norte buscando quién sabe qué; cuántos ya se han instalado y han sabido hallar su hogar entre sus colores. ¿Alguien trabajará para esta gente oriunda de la Quebrada? ¿Qué significará el mundo, la verdad, la justicia o la libertad para ellos? El padre el sábado, en la misa de vigilia de Pascua, dijo que había que resucitar para la igualdad, para la libertad y para el compromiso; y les hablaba a ellos, y a mí, a todos. “El que quiera oír que oiga”. Cuánta sabiduría y profundidad en esa afirmación. Claro que somos iguales y hermanos, cualquiera sea el color o la cultura que nos abrigue, y no debemos avergonzarnos de ello, sino respetar la diversidad, sin vestigios de vanidad chauvinista.
Cuánta gente diferente llega al norte buscando quién sabe qué; cuántos ya se han instalado y han sabido hallar su hogar entre sus colores. ¿Alguien trabajará para esta gente oriunda de la Quebrada? ¿Qué significará el mundo, la verdad, la justicia o la libertad para ellos? El padre el sábado, en la misa de vigilia de Pascua, dijo que había que resucitar para la igualdad, para la libertad y para el compromiso; y les hablaba a ellos, y a mí, a todos. “El que quiera oír que oiga”. Cuánta sabiduría y profundidad en esa afirmación. Claro que somos iguales y hermanos, cualquiera sea el color o la cultura que nos abrigue, y no debemos avergonzarnos de ello, sino respetar la diversidad, sin vestigios de vanidad chauvinista.
Yavi, 9 de abril de 2007
Las palabras que la definen, al menos para mí, en el corto tiempo de mi estadía allí, son silencio profundo, noche inmensa, cielo abierto, las estrellas como ojos curiosos y plenos de luz. La tranquilidad y la quietud reinan en esta tierra escondida entre los cerros, a pocos kilómetros de La Quiaca. La consigna parece ser simplemente estar, permanecer, cada cual el tiempo que necesite. Si uno sabe mirar y escuchar, Yavi se muestra intensa en su sencillez y soledad. Una soledad a veces triste y resignada, a veces buscada y anhelada.
En Yavi Chico, tres niños nos llevaron hasta el cerro donde está escrito “Bienvenidos a Yavi Chico”. En realidad querían jugar. Nos iban a mostrar algo especial. El sendero conducía a los restos de un ritual de la Pachamama en el monte. Ellos jugaban a nuestro alrededor sonrientes; quizás habían esperado todo el día ese momento, para salir de una rutina monótona. Sus sonrisas, sus ojos inquietos y hambrientos, su ser en busca de algo más, como yo, que vine a buscar, movida por los latidos de mi interior. Nosotros pensábamos que nos llevarían a ver pinturas rupestres, tal como señalaba un cartel que había en aquella zona. Pero no, e igualmente lo disfruté. Había una magia lúdica en todo eso. Al finalizar, la pareja que nos alcanzó hasta allí en su auto les dieron unos caramelos y alfajores; nosotras, algunos centavos y un chupetín al más pequeño, el que más había llamado mi atención, por su alegría infinita, mientras íbamos a destino. Curiosamente, al regresar, su carita se entristeció de algún modo, como si la magia hubiera acabado o como si quisiera otra cosa, tal vez dar o ser más frente a estos extraños que lo seguían, que luego de horas mudas habían aparecido en su tierra.
Entendí que quizás esa imagen era o simbolizaba también la pobreza, que los niños continúan siendo los pequeñitos pedigüeños, los trabajadores obligados en su inocente niñez; que en nuestro norte, nuestra Jujuy, habitan ellos con ojos de misterio y llenos de presagios, y sus días a menudo transcurren en vagabundeos insensatos e indignos.
A las mujeres collas no les gusta ser fotografiadas y es absolutamente comprensible, puesto que no son animalitos ni objetos de exhibición. Es en este hecho tal vez donde se evidencia cierto choque o contraposición de culturas, cierta incomprensión mutua entre el que mira y el que es observado, que mina el posible diálogo o la anhelada conexión. Hay quizás una desconfianza ancestral hacia el “blanco”. Y pensar que somos todos de esta misma tierra, aunque para cada grupo la significación e implicancia de ese origen pueda diferir. Cuántas diferencias pueden crecer por la distancia entre pueblos y entre historias. En Yavi, como en otros lugares del norte, uno siente que el mundo frena su locomotora del tiempo y que un presente perenne se instala en el cuerpo y en todos los sentidos. Literalmente uno se desconecta del afuera, lo cual no siempre genera simpatía o agrado, por lo que se pueda ver o descubrir al penetrar en uno, por ese temor, pero que sin duda transporta a nuevos rincones inexplorados del ser. Allí la gente no parece (al menos no todos) meterse en política o en temas de justicia social y derechos; quizás no “saben” de ellos o no los conciben como “algo importante”. En Buenos Aires es tan distinto… Hace unos días yo leía el diario, veía las noticias y estaba metida en cuestiones actuales de la realidad argentina y mundial que me interesan e inquietan. Hoy casi no tengo contacto con la “tecnología” comunicacional, no siento esa invasión mediática y, en cambio, me encuentro cerca de otras problemáticas también actuales e igualmente relevantes. Pero es extraña la sensación, estoy desacostumbrada, y a la vez no me urge consumir esas cosas que abundan en la Capital.
Los ojos de Belén, esa niña eterna de Yavi, su risa y alegría infinitas me dejaron el mejor retrato de la inocencia activa, de la niñez furiosa y excitada, porque me es increíble vivir, saltar y jugar sobre una tierra milenaria y encerrada entre las montañas. Qué sencilla es la fraternidad con los niños; la conexión y el diálogo se dan sin prejuicios, porque sus espíritus están ávidos de descubrimientos, cargados de voluntad de ver, sentir, tocar y conocer. Por eso mediante el juego, liberador de prejuicios y ataduras mentales, dos seres desconocidos y ajenos uno del otro se asemejan y encuentran con naturalidad y total despojo. Me llevo esa esperanza de contacto, tentativa de diálogo visceral.
MBL
En Yavi Chico, tres niños nos llevaron hasta el cerro donde está escrito “Bienvenidos a Yavi Chico”. En realidad querían jugar. Nos iban a mostrar algo especial. El sendero conducía a los restos de un ritual de la Pachamama en el monte. Ellos jugaban a nuestro alrededor sonrientes; quizás habían esperado todo el día ese momento, para salir de una rutina monótona. Sus sonrisas, sus ojos inquietos y hambrientos, su ser en busca de algo más, como yo, que vine a buscar, movida por los latidos de mi interior. Nosotros pensábamos que nos llevarían a ver pinturas rupestres, tal como señalaba un cartel que había en aquella zona. Pero no, e igualmente lo disfruté. Había una magia lúdica en todo eso. Al finalizar, la pareja que nos alcanzó hasta allí en su auto les dieron unos caramelos y alfajores; nosotras, algunos centavos y un chupetín al más pequeño, el que más había llamado mi atención, por su alegría infinita, mientras íbamos a destino. Curiosamente, al regresar, su carita se entristeció de algún modo, como si la magia hubiera acabado o como si quisiera otra cosa, tal vez dar o ser más frente a estos extraños que lo seguían, que luego de horas mudas habían aparecido en su tierra.
Entendí que quizás esa imagen era o simbolizaba también la pobreza, que los niños continúan siendo los pequeñitos pedigüeños, los trabajadores obligados en su inocente niñez; que en nuestro norte, nuestra Jujuy, habitan ellos con ojos de misterio y llenos de presagios, y sus días a menudo transcurren en vagabundeos insensatos e indignos.
A las mujeres collas no les gusta ser fotografiadas y es absolutamente comprensible, puesto que no son animalitos ni objetos de exhibición. Es en este hecho tal vez donde se evidencia cierto choque o contraposición de culturas, cierta incomprensión mutua entre el que mira y el que es observado, que mina el posible diálogo o la anhelada conexión. Hay quizás una desconfianza ancestral hacia el “blanco”. Y pensar que somos todos de esta misma tierra, aunque para cada grupo la significación e implicancia de ese origen pueda diferir. Cuántas diferencias pueden crecer por la distancia entre pueblos y entre historias. En Yavi, como en otros lugares del norte, uno siente que el mundo frena su locomotora del tiempo y que un presente perenne se instala en el cuerpo y en todos los sentidos. Literalmente uno se desconecta del afuera, lo cual no siempre genera simpatía o agrado, por lo que se pueda ver o descubrir al penetrar en uno, por ese temor, pero que sin duda transporta a nuevos rincones inexplorados del ser. Allí la gente no parece (al menos no todos) meterse en política o en temas de justicia social y derechos; quizás no “saben” de ellos o no los conciben como “algo importante”. En Buenos Aires es tan distinto… Hace unos días yo leía el diario, veía las noticias y estaba metida en cuestiones actuales de la realidad argentina y mundial que me interesan e inquietan. Hoy casi no tengo contacto con la “tecnología” comunicacional, no siento esa invasión mediática y, en cambio, me encuentro cerca de otras problemáticas también actuales e igualmente relevantes. Pero es extraña la sensación, estoy desacostumbrada, y a la vez no me urge consumir esas cosas que abundan en la Capital.
Los ojos de Belén, esa niña eterna de Yavi, su risa y alegría infinitas me dejaron el mejor retrato de la inocencia activa, de la niñez furiosa y excitada, porque me es increíble vivir, saltar y jugar sobre una tierra milenaria y encerrada entre las montañas. Qué sencilla es la fraternidad con los niños; la conexión y el diálogo se dan sin prejuicios, porque sus espíritus están ávidos de descubrimientos, cargados de voluntad de ver, sentir, tocar y conocer. Por eso mediante el juego, liberador de prejuicios y ataduras mentales, dos seres desconocidos y ajenos uno del otro se asemejan y encuentran con naturalidad y total despojo. Me llevo esa esperanza de contacto, tentativa de diálogo visceral.
MBL
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