La soledad tiene el color gris y marrón de las ropas que visten quienes duermen en el frío de las veredas o se acurrucan en los pastos de las plazas. Tiene la mirada inhóspita del anciano que espera sentado frente a la puerta la aparición repentina del hijo perdido o indiferente.
Viste las pieles multicolores y multitexturales de quienes se autoexilian de la tierra caliente de su patria, en busca de nuevas oportunidades, de otras sociedades, otros vocablos y suspiros de sonoridad desigual. La soledad bombea como un corazón aletargado y cansado las existencias diminutas de los niños de las calles, de los adolescentes que rodean los espacios urbanos o “civilizados” de un continente que bulle por encontrarse. Sabe a cartón, a diario trasnochado, a fruta podrida y a sulky que arrastra las porquerías (tesoros) de la basura desechada por unos y que sirve a otros.
También empapela la tecnología detrás de una máquina fingidora de singularidades. Y cuando desdibuja perfiles y homogeneíza latitudes y longitudes, su sustancia se hace carne en las entrañas individuales de los que pretenden rechazarla con los instrumentos del progreso, y evitar así sus ateridas sensaciones. Se parece a los silencios de una mujer eterna entre las cuatro paredes de su departamento, que aguarda el ring de un teléfono desacostumbrado ya a sus funciones comunicativas.
La noche convoca a todas las soledades, las reúne sin unirlas, manteniendo sus límites bien definidos, pero haciendo a la vez visible su presencia a los ojos de los sentidos y del corazón que se despiertan.
Hasta en el poder habita la soledad. Se mueve entre las decisiones y los pensamientos de ese uno que manda, dirige y ordena lo que hacer y no hacer. Como la muerte, no diferencia entre sus adeptos y detractores (o esquivadores), puesto que su vocación triste es la permanencia aceptada o reprimida e incluso mitigada en los cuerpos de los vivientes.
La soledad se impregna del olor de las camas prostibulares, de sus manchas crepusculares, adheridas a la piel de los que buscan, a fuerza de persistir en la urgencia de contacto, desairarla con seducciones inventadas y desesperadas. Sabe amarga la soledad cuando se traga sin pedirla, cuando la conciencia de su existencia parasitaria en el ser lastima sin tregua los oídos ensordecidos por lo externo.
Adentro y afuera. Estamos, venimos, vamos, volvemos, nos movemos en zigzag o en forma circular, en línea recta o en reversa desprolijamente. Los edificios se alzan ante nosotros como paredones de una cárcel virtual, y tan palpable, que nos cobija y aliena o distancia a la vez. Micro y macrosoledades desorbitadas, la del interior particular de cada uno, la de los grupos que se oponen, por distintos, como engranajes encimados o superpuestos que no siempre perciben la otredad de su propia identidad colectiva y la de los demás.
La soledad se descubre en la humedad de unos ojos sangrantes y una mirada suplicante o sumisa; se desnuda entre la estridencia de una risa descontrolada y efervescente, constante, que no cesa, porque detenerse es permitir la abrupta emergencia hiriente de la pena.
MBL (junio de 2008)
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